Lo que me enseñó el apagón (aunque al principio casi me da algo)

Una breve reflexión sobre las cosas positivas que nos ha traído este apagón.

Lo que me enseñó el apagón (aunque al principio casi me da algo)

Te juro que no estaba preparada.
Era uno de esos días en los que tenía mil cosas pendientes. Correos sin contestar, ideas por escribir, un audio que tenía que grabar, y claro… todo el trabajo colgado del Wi-Fi. Pero de repente, ¡zas!, todo se fue.

Al principio pensé que era cosa mía. Me levanté, fui al router, lo reinicié (como si eso alguna vez funcionara), y cuando vi que seguía sin volver la conexión, me asomé por la ventana. Y ahí estaba el edificio de enfrente, oscuro como boca de lobo. Fue cuando me cayó la ficha:
No era solo yo. Era un apagón general.

No te voy a mentir. Mi primer impulso fue el pánico.
Empecé a pensar en todo lo que no iba a poder hacer, en los mensajes que se quedarían sin leer, en los archivos que no podía enviar. Toda mi cabeza en modo alarma, como si se me viniera el mundo abajo por no poder mandar un Excel.

Pero después de unos minutos caminando en círculos por el salón, algo dentro de mí me dijo:
"Oye… ¿y si aprovechas esto?"

Al principio no supe ni cómo hacerlo. Me sentía torpe, como cuando te quedas sola en una sala sin ruido y no sabes si ponerte a cantar o salir corriendo. Pero entonces, miré la vela que tengo encima del mueble del recibidor. Una blanca, con olor a vainilla y jazmín, que siempre dejo “para ocasiones especiales”.

Y pensé:
¿Y si este momento es especial precisamente por lo simple que es?

La encendí. Apagué el móvil del todo, aunque no servía para mucho sin conexión, y me senté en el suelo, con las piernas cruzadas, frente a esa pequeña llama que bailaba en silencio. Me sentí como si estuviera en otra época. Sin pantallas. Sin interrupciones. Solo yo.

Y ahí pasó algo que no esperaba.
Me dieron ganas de escribir a mano.
Busqué mi cuaderno rojo (uno que tengo medio abandonado), y empecé a escribir sin filtro. Pensamientos sueltos, frases sin orden, emociones que no sabía que seguían ahí.
Hasta salió un poema. Así, de la nada. Uno triste, pero bonito. Como esos días grises en los que llueve pero huele a tierra mojada.

Después, me tumbé en el sofá, con la cabeza apoyada en el cojín azul, y me quedé en silencio. No había música, ni voces, ni notificaciones. Solo el viento colándose por la rendija de la ventana y el reloj de la cocina, que por cierto, también se había parado.

Y ahí entendí algo que me dolió un poco.
Estoy tan acostumbrada a estar conectada, que se me había olvidado lo que era estar presente.

Sentí tristeza al darme cuenta. Como si me hubiera perdido muchos momentos así sin notarlo.
¿Cuántas veces me he sentado a cenar mirando el móvil?
¿Cuántas veces he dejado de escuchar lo que pasaba dentro de mí por estar pendiente de lo que pasaba fuera?

Ese apagón, que al principio maldije, me regaló una de las tardes más tranquilas que he tenido en mucho tiempo.
Sin hacer nada. Sin demostrar nada.
Solo estar.

Y cuando por fin volvió la luz (tardó varias horas), no la encendí enseguida. Me quedé unos minutos más así. A oscuras, con la vela ya casi consumida, pero con una sensación de paz que no me la daba ni Netflix, ni Spotify, ni la mejor playlist de YouTube para meditar.

Pensé:
“Ojalá me atreviera a provocarme más apagones, aunque no se caiga la red.”

Porque a veces esperamos que el mundo nos obligue a parar.
Pero… ¿y si fuéramos nosotras las que decidiéramos pausar?
Apagar pantallas. Silenciar el ruido. Y volver a nosotras.

Sé que suena simple. Y lo es. Pero por eso mismo se nos olvida.

Así que hoy quiero invitarte a algo:

Busca una hora esta semana y apágalo todo.
Móvil, portátil, televisión. Todo.
Enciende una vela. Siéntate contigo. Y escucha.
Puede que al principio sea incómodo.
Pero si te quedas un ratito más… algo adentro se enciende.

Y eso, créeme, vale más que cualquier batería externa.