Deja de compararte (aunque sea difícil)
Compararte te aleja tanto de vos, que un día ya no sabés ni quién eras cuando empezaste. Aprendí —a fuerza de lágrimas y caminatas largas— que mi ritmo es sagrado, aunque no se parezca al de nadie. Y eso me devolvió la alegría que había perdido sin darme cuenta.
Te cuento algo que me da un poco de vergüenza, pero siento que es importante decirlo en voz alta.
Hubo una época en mi vida —no hace tanto, eh— en la que me pasaba los días comparándome con otras personas.
Con amigas, con conocidas, con mujeres que ni siquiera conocía pero que aparecían en redes como si fueran parte de mi vida.
Era como una vocecita constante en la cabeza que me decía:
“Mirá cómo lo logró ella.”
“¿Y vos? ¿Todavía ahí, sin avanzar?”
“Seguro que está más feliz que vos.”
“Ya tiene eso que vos querés y ni cerca estás.”
Y aunque intentaba callarla, la verdad es que muchas veces le creía.
Me encontraba mirando stories de alguien que acababa de lanzar un proyecto exitoso, y lo primero que pensaba no era “qué bueno por ella”, sino “¿y yo? ¿qué estoy haciendo mal?”.
Era agotador.
De verdad.
Sentía que, aunque me esforzara, siempre estaba llegando tarde a todo.
Un día, y esto fue casi sin querer, me descubrí llorando sola en la cocina mientras me preparaba un café.
Era un sábado a la mañana.
Había dormido mal, tenía mil cosas pendientes y justo antes, había abierto Instagram para “distraerme”.
Error.
Vi una publicación de una mujer que seguía hace tiempo —de esas que parecen tener la vida perfecta— contando que había conseguido un nuevo trabajo soñado, se había mudado a una casa hermosa y encima, estaba embarazada.
No te voy a mentir: me quebré.
No porque no me alegrara por ella (aunque una parte mía también sentía un poco de envidia, lo admito), sino porque me dolió la comparación.
Me sentí chiquita. Inútil. Atrasada.
Y ahí fue cuando toqué fondo con esto.
Ese mismo día, decidí apagar el teléfono y salir a caminar.
No sabía a dónde ir, solo quería moverme. Respirar. Sentir que podía volver a mí.
Y en esa caminata, que duró más de una hora, algo cambió.
Me acordé de una frase que había leído hace mucho (creo que en un libro de Brené Brown o en alguna charla de esas que te remueven), y decía:
Y lo es. Lo es con todas las letras.
Porque te roba sin que te des cuenta.
Te vacía por dentro mientras afuera parecés funcional.
Te desconecta de tus verdaderos deseos, de tus procesos, de tu paz.
Y lo más loco: lo hace en voz baja, disfrazado de “motivación” o de “realismo”.
A partir de ese día empecé a hacer algo que, aunque suene simple, me ayudó muchísimo.
Cada vez que me encontraba comparándome con alguien, me detenía. Respiraba. Y me preguntaba con honestidad:
“¿Esto que estoy sintiendo me acerca a mí… o me aleja?”
Porque hay una diferencia enorme entre inspirarte con alguien y sentirte menos por no estar donde está esa persona.
Lo primero te impulsa.
Lo segundo te aplasta.
Y si lo pensás bien, la comparación es profundamente injusta.
Comparás tu detrás de escena con el escaparate perfecto de otra persona.
Tus dudas, tus días malos, tus procesos internos… con una foto editada y una frase bonita.
No hay forma de ganar esa batalla.
Con el tiempo, me di cuenta de otra cosa poderosa:
Nadie está realmente “adelantado” o “atrasado”.
Cada quien va por un camino distinto, con curvas que no se ven desde afuera.
Ese trabajo que parece perfecto tal vez esconde un estrés insoportable.
Esa pareja feliz tal vez está llena de silencios.
Esa casa hermosa tal vez es una jaula.
Esa vida “ideal” puede no ser tan real.
Y más importante todavía: aunque lo fuera… eso no tiene nada que ver con vos.
Tu historia es única.
Tu tiempo también.
Y si hoy sentís que vas más lento, que todavía no lograste eso que deseás, que tu camino no se parece al de nadie…
Está bien. De verdad. Está bien.
A veces necesitamos tiempo para procesar, para sanar, para construir desde otro lugar.
Y aunque no se vea, aunque nadie lo aplauda, eso también es avanzar.
Hoy, cada vez que esa voz aparece —porque sí, a veces todavía aparece— trato de responderle con compasión.
Me digo:
“Estás haciendo lo mejor que podés. No tenés que parecerte a nadie. Ya sos suficiente.”
Y repito una frase que se volvió como un mantra para mí:
“Mi ritmo es sagrado.”
La escribí en un post-it que pegué en el espejo del baño, y la veo todos los días.
Porque la necesito.
Porque me recuerda que, aunque haya días en los que me compare sin querer, tengo el poder de volver a mí.
De reconectar con lo que quiero de verdad.
De agradecer lo que sí hay.
De dejar de mirar tanto hacia afuera… y empezar a mirar más hacia adentro.
Así que si estás leyendo esto y sentís que te está pasando algo parecido…
Si estás cansada de vivir comparándote, de sentir que siempre estás “detrás”, de perder la alegría por mirar la vida de los demás…
Quiero que sepas algo, de corazón:
No estás sola.
Y no estás atrasada.
Estás exactamente donde tenés que estar para lo que tu alma necesita aprender ahora.
Tu valor no depende de tus logros, ni de tus likes, ni de si cumplís o no con las expectativas ajenas.
Tu valor ya está en vos.
Y cuando lográs abrazar eso, todo empieza a cambiar.
Poquito a poco. Pero cambia.